Cada hoja que caía del árbol, roja como el atardecer perfilado tras el horizonte del parque, era como uno de los minutos que pasaban lentamente lacerándome y dejando tras de si un rastro de virajes, giros y piruetas que dibujaban tu ausencia junto al banco en el que me sentaba. Cuando llegué al lugar de la cita, casi una hora antes de lo previsto, lo había hecho ilusionado y sonriendo nerviosamente, esperanzado por volver a vernos, pero esta vez sólos: tú, yo, el sol poniente y los cisnes del lago. Aunque había cierta multitud reunida extrañamente al otro lado de la valla, armando un poco de jaleo del que esperaba huír hacia los adentros del parque en cuanto llegaras.
Me había costado lo mío convencerte, aunque en el fondo tu sonrisa desvelaba que tenías tantas ansias como yo y sólo querías robar de mis labios unas cuantas palabras bonitas más antes de aceptar la propuesta. El tiempo había pasado y el otoño había amontonado ya unos cuantos cadáveres anaranjados a mis piés, desnudando con parsimonía al viejo árbol que me cobijaba. La pintura verde del banco estaba desconchada por los inviernos y veranos que habían alternado sus abrazos cálidos y sus embites fríos sobre su superficie y los corazones dibujados por muchas otras parejas se deshojaban resignados y en silencio, en sintonía con el resto del parque.
Las hojas siguieron amontonándose recordándome que el tiempo había superado peligrosamente la hora prevista y empecé a maquinar que no vendrías, que en realidad me había imaginado las ansias tras tus dientes níveos, que nunca me quisiste, que, es más, me odiabas. Y, así, continué exasperándome y tragándome las lágrimas de ansiedad (de rabia, de tristeza).
Al fin me levanté y me fuí, dejando escapar sin reparo el torrente de lágrimas amargas, sin imaginar que la multitud que rompía la magia de parque al otro lado de la valla lo hacía en torno a tu cadáver, atropellado justo cuando cruzabas con un ramo de flores blancas en la mano sonriendo porque me habías visto y ni te habías fijado, de la emoción, en el semáforo en rojo y en los coches que pasaban rasgando el filo de tu corazón exhaltado.
Me había costado lo mío convencerte, aunque en el fondo tu sonrisa desvelaba que tenías tantas ansias como yo y sólo querías robar de mis labios unas cuantas palabras bonitas más antes de aceptar la propuesta. El tiempo había pasado y el otoño había amontonado ya unos cuantos cadáveres anaranjados a mis piés, desnudando con parsimonía al viejo árbol que me cobijaba. La pintura verde del banco estaba desconchada por los inviernos y veranos que habían alternado sus abrazos cálidos y sus embites fríos sobre su superficie y los corazones dibujados por muchas otras parejas se deshojaban resignados y en silencio, en sintonía con el resto del parque.
Las hojas siguieron amontonándose recordándome que el tiempo había superado peligrosamente la hora prevista y empecé a maquinar que no vendrías, que en realidad me había imaginado las ansias tras tus dientes níveos, que nunca me quisiste, que, es más, me odiabas. Y, así, continué exasperándome y tragándome las lágrimas de ansiedad (de rabia, de tristeza).
Al fin me levanté y me fuí, dejando escapar sin reparo el torrente de lágrimas amargas, sin imaginar que la multitud que rompía la magia de parque al otro lado de la valla lo hacía en torno a tu cadáver, atropellado justo cuando cruzabas con un ramo de flores blancas en la mano sonriendo porque me habías visto y ni te habías fijado, de la emoción, en el semáforo en rojo y en los coches que pasaban rasgando el filo de tu corazón exhaltado.