Uno no sabe explicar el momento en que la desesperación te puede llevar a jugar con la vida de otro. En qué lugar de la [perversa] mente humana se esconde esa célula que se activa en un momento dado y contagia en cadena a todo el cuerpo hasta que éste decide matar. Sin más. Ese punto en el abismo que separa el civismo de la muerte, esa palabra que todos tememos, y detrás caen las hojas del diccionario presididas por sangre, pecado, ignonimia... y después todas las palabras que acaban en -cidio. Y a uno se le cae el alma a los piés, pero ya es tarde, porque la ha vendido por un cheque que no tiene devolución y que lleva al irreversible final de la vida propia.
Yo lo hice, tenía dieciseis años. Mi madre, viuda, trabajaba 16 horas para conseguir sustentarme a mí y a mis tres hermanos pequeños. El barrio no era más que bolsas y jeriguillas arrastradas por el viento entre aceras pintarrajeadas donde dormían los últimos yonkis antes del ocaso. Y yo, desesperado, no podía ver otro destino que el que había guiado a mi generación, muerta desde antes de nacer.
Los llamaban prestamistas, o banqueros, o gente de negocios. En realidad eran cuatro chavales envejecidos por la ambición que pagaban una buena cantidad a cambio de que mataras a quien quiera que se hubiese cruzado ahora en el camino imparable de los que mandan. Pobres matando por ricos para consumir la miseria que los ricos producen para que los pobres maten. Retórica hueca, pero real.
No sé quién era, sólo sé que en ese momento valía más mi dósis que su vida, aunque, he de decirlo, después de aquello enterré la pistola en la playa, lancé la heroína al mar y nunca más volví a ver una droga. Pero yo ya había pactado com la Muerte mi final.
Yo lo hice, tenía dieciseis años. Mi madre, viuda, trabajaba 16 horas para conseguir sustentarme a mí y a mis tres hermanos pequeños. El barrio no era más que bolsas y jeriguillas arrastradas por el viento entre aceras pintarrajeadas donde dormían los últimos yonkis antes del ocaso. Y yo, desesperado, no podía ver otro destino que el que había guiado a mi generación, muerta desde antes de nacer.
Los llamaban prestamistas, o banqueros, o gente de negocios. En realidad eran cuatro chavales envejecidos por la ambición que pagaban una buena cantidad a cambio de que mataras a quien quiera que se hubiese cruzado ahora en el camino imparable de los que mandan. Pobres matando por ricos para consumir la miseria que los ricos producen para que los pobres maten. Retórica hueca, pero real.
No sé quién era, sólo sé que en ese momento valía más mi dósis que su vida, aunque, he de decirlo, después de aquello enterré la pistola en la playa, lancé la heroína al mar y nunca más volví a ver una droga. Pero yo ya había pactado com la Muerte mi final.
Es lo que pasa con los sentimientos autodestructivos y/o con los vicios del alma/mente. Quién sabe que serías capaz de hacer por esa sustancia que ansías, por el amor de tu vida, o por la venganza de tu hijo.
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