Cuando te miro a los ojos veo una persona triste y apagada. A veces me sorprendo al encontrar una amplia sonrisa debajo de ellos. Parece mentira que tengas dieciocho años, con tantas arrugas como hay en el brillo de tus pupilas.
Acabas de descubrir el mundo, y te lo estás comiendo a bocado limpio, antes de que le de tiempo a reaccionar y te muerda él a ti. Lo haces sin malicia, sin segunas intenciones, pero no siempre todos pueden llegar a comprenderlo. Por eso te añades capas, y vas ocultándote y haciéndote más lejano, más seco. A veces es bueno, porque cuando llega alguien con la curiosidad y el valor suficientes para desnudarte parte por parte, descubre debajo de tantos muros un mundo totalmente en contraste con el que vendes, con el que pronostican, con lo que la sociedad cree que [debes] eres.
Pero la sombra del qué diran no era tan larga como esperabas, la cruzaste sin apenas darte cuenta hace demasiado tiempo, al mismo tiempo que dabas cuerda a tu mundo interior y rienda suelta a tus más oscuros deseos. Ahora han visto la luz ¡y vaya luz! Esa que escapa de tu retina y le ha ido añadiendo edad y madurez a tus pensamientos a pesar de que le hayas vendido al mundo tu cara de niño bueno que dejó de sufrir los estragos del tiempo y se olvidó de la cara oscura de la vida.
Me consuela, al menos, que las arrugas de tu mirada acomoden esperanzas, ilusiones, aprendizajes y reflexiones profundas, que tus párpados constituyan el marco invisible de normas y juicios que ponen límite a lo que otros ven como impulsivo, que tengas los piés en el suelo aunque el cuerpo amenaze inestable con caer sobre las espectativas del resto, que sepas lo que eres debajo de todas esas capas a pesar de que son las dos de la madrugada y estás hablándole a tu reflejo en el espejo.