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Id como una plaga contra el aburrimiento del mundo



jueves, 15 de mayo de 2014

Escala de grises

Victoria, que tan acostumbrada estaba a que todas las masculinas se giraran a su paso, no acabó de encajar bien que el inspector Rojo ni siquiera se dignara a mirarla, como si el exagerado ruido de sus tacones reventando el silencio de la comisaría no fuera suficiente para llamar su atención. Rojo acababa de llegar a la ciudad en sustitución del anterior inspector, que ahora se había metido en política, y la chica de las camelias era su primer caso. Se podía decir que no era el clásico miembro de las fuerzas del Estado, licenciado en Derecho, forzado por una larga tradición familiar, Rojo había tardado demasiados años en acabar la carrera al preferir pasar más tiempo husmeando en la biblioteca los tratados de otras carreras que hubiera preferido estudiar: la poesía de Machado, el nihilismo de Nietzsche, la contrarrevolución artística de Benjamin o el estructuralismo de Habermas. Para mayor INRI de su padre, mostró también más interés por sus compañeros que por sus compañeras, y aquello fue lo que desencadenó su ingreso en la Policía: era una profesión de la que cualquier padre presumiría y con la que podría soñar que las preferencias de su hijo eran algo pasajero. Nada más lejos, Rojo acabó casándose felizmente con un catedrático anclado en el Renacimiento italiano con el que podía pasar el resto de su vida discutiendo sobre museos mientras maridaban la cena con vino sino fuera porque le habían detectado un cáncer terminal. El traslado a la ciudad de las camelias pretendía ser una búsqueda de tranquilidad para el matrimonio que, desde luego, el asesinato de una joven burguesa cinco años atrás no perturbaba en absoluto, por mucho que Victoria le insistiera en relacionarlo con el de la joven de las camelias. Rojo despachó elegantemente a la empresaria, que se alejó haciendo un agresivo tic tac al taconear que le recordó al inspector que era hora de llamar a casa y preguntar a su marido cómo había salido la revisión. Fuera de la comisaria, un camelio perdía su última flor bajo la lluvia, cayendo a un charco en el que se reflejaba el tráfico, ajeno a las tragedias humanas que, en sus diferentes escalas de tristeza, se entretejían en el anonimato de hormigón.