El horizonte ardía trás la ventana. De ese ardor que ilumina las noches en las grandes ciudades, confundiendo la luz con la oscuridad y los gatos pardos con los negros. Por más que había apagado la luz el cuarto continuaba iluminado: farolas, focos, terrazas de los vecinos...
Cerré la persiana y, entonces, sentí su presencia por primera vez. La soledad. Estaba ahí, haciéndome compañía. Hasta entonces no había sabido realmente lo que era. Siempre que la había tenido había sido por que ansiaba buscarla, para saciar mi sed de silencio junto a las olas en alguna playa hivernal o para ahogar penas con la única compañía de una copa (llena).
Esta vez se había presentado sin avisar, sin que nadie la invitara, sin que nadie la quisiera. Estaba allí y no podía echarla, ni con una copa (vacía o llena) ni con olas en playas (hivernales o en pleno agosto). Esta vez comprendía qué era la soledad y porqué la gente la temía.
Así que abrí la persiana y dejé que la odiosa luz echara a la soledad de mi cuarto acompañada de todo el jaleo, el ruido y la monotonía nocturna de la ciudad.
sábado, 5 de septiembre de 2009
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a veces pedimos cosas que no sabemos lo que realmente significan.
ResponderEliminarqueremos estar solos hasta que realmente lo estamos.
que bien te quedó. :)
besitos