viernes, 4 de marzo de 2011
Soledad y otras desdichas
Dicen que la soledad es un bien preciado. A quién la quiera, yo se la dejo a precio de ganga. No hablo de soledad física, por supuesto que no, estoy más que rodeado de gente amable y que me quiere. Es una soledad de una magnitud mayor. Es una soledad tan espesa que se palpa, que pesa, que arrastra tus entrañas y tira de ellas hacia el fondo y puedes sentir como se van todas por un desfiladero y, encima de solo, te dejan vacío. Me refiero a esos momentos en que te pondrías la canción más triste de tu repertorio y te gustaría morir con sus notas. Esos días en que te apetece que se escriban nuevos libros que sólo hablen de miserias. En que quieres ver una película que te haga llorar hasta la última lágrima que te quede dentro. Porque lágrimas es lo único que te queda dentro, recuérdalo, estás vacío. Es la ausencia de todos y, a la vez, de nadie. Es una soledad cuyo idioma sólo habla el alma y dialogan sobre tu destino sin que tú puedas interferir aunque lo único que quieres decir es que tu muerte, por favor, sea rápida. Sientes que tu pecho encoge, por muy grande que lo tengas, por muy ancho y mucho aire que quepa. Sientes que te asfixia. Que te oprime. Que te ahoga. Que te mata. No sabes cómo ni cuándo ni porqué ha llegado esa soledad ni quieres saberlo. Está ahí. Te vigila. Forma parte de tu vida, y acabará con ella. Llora, anda, llora, que nadie va a sacarte de esta.
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