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domingo, 20 de abril de 2014

La tormenta

Con mayo a flor de piel, las efímeras semanas de calor se desvanecieron tan extraña e inesperadamente como llegaron, dando paso al viento y las lluvias que nunca debieron abandonar la ciudad. De los tejados caían ríos grises que inundaban las calles, empujaban la basura por ellas y arrastraban todo el polvo y los días de falso verano recién vividos hacia las alcantarillas. La chica de las camelias había desaparecido ya de las portadas y las pantallas, dando paso a discursos de políticos que nadie había votado y a programas sobre la anodina vida de personajes que a nadie debían interesar. Pero Victoria seguía pensando en la joven asesinada. No conseguía quitarse su recuerdo de entre las cejas, a pesar de que no compartía nada con ella. Victoria, adulta, alta, morena, empresaria de éxito, un torbellino de ambición sobre diez centímetros de tacón nada tenía que ver con la inocencia de Clara, a penas una promesa de la mujer que sería. No compartían barrio, ni conocidos, ni compraban en el mismo supermercado, ni iban a la misma consulta médica, ni habían estudiado en el mismo colegio ni mucho menos en la facultad a donde Clara no hubiera podido acceder ni aun estando viva. Entre ellas había un muro mucho más importante que una pared de ladrillo o una verja. Entre ellas había un abismo insalvable y peligrosamente invisible, de esos que construye el dinero. Y aún así, Victoria seguía dándole vueltas al cadáver de Clara bajo las camelias en una viciosa espiral que amenazaba con taladrarle las sienes. Siempre, más allá de toda diferencia, hay un hilo que avanza por caminos imprevisibles superando todo obstáculo y, por increíble que parezca, ni siquiera el dinero puede parar. El hilo de la muerte, que hacía años se llevara a la hija de Victoria dejándola tendida bajo un camelio en un jardín mucho más cuidado y ostentoso que aquél en que expirara por última vez Clara, pero no por ello más bello. El hilo tejido por un asesino a quién no le importaba la clase, un hilo que cortaba involuntariamente los tratados de Marx y le rebanaba la cabeza a Keynes, demostrándole a aquella ciudad imperfectamente viva que tras los días de sol, llovía igual para todos. Todos eran la misma basura, rica o pobre, arrastrada a las alcantarillas para la imperturbable tormenta.

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