Anoche me sorprendí a mí mismo. Tras una conversación en la que cada intervención se había perfilado como un filo oxidado y cortante, cerré las puertas al mundo y me acosté deseando mojar la almohada con un mar de lágrimas mal lloradas por un amor recientemente descubierto como no correspondido, no mantenido, no cuidado. Y he de reconocer que yo mismo hilé alguno de los tejemanejes que descuidaron dicho cariño, que lo dejaron de mantener por milésimas, pero en ningún momento contribuí a las falsas esperanzas como sí hizo el enemigo al otro lado del campo de batalla, la táctica más detestable de las que se usan sobre las sábanas.
Sin embargo, cuando abracé el colchón y apagué la luz sucumbiendo al silencio, me sorprendí no llorando por mi pequeña desdicha del día, sino por ser tan egoista. Por permitirme sentirme desgraciado por un amor no correspondido, por un tachón en mi libro de vida, cuando la biografía de la mayoría de las personas de este mundo se compone en exclusiva de tachones, borrones, rasguños y vueltas atrás. Sentí que no merecía la pena llorar por un nubarrón insensato en mi horizonte, y lloré por el Sol y las estrellas que se dibujaban tras él. Lloré por el Tercer Mundo, por el hambre, la miseria, la pobreza, y no recordé más a esa persona hasta que se secaron mis lágrimas y comprendí que había llorado por todo menos por sus palabras.
Anoche me sorprendí a mí mismo porque, en un momento en el que, como acostumbro, me hubiera puesto delante de todo y ante todo, cogí a la humanidad y la coloqué por delante de todos mis caprichos, y me sentí lleno, y agradecido.
Sin embargo, cuando abracé el colchón y apagué la luz sucumbiendo al silencio, me sorprendí no llorando por mi pequeña desdicha del día, sino por ser tan egoista. Por permitirme sentirme desgraciado por un amor no correspondido, por un tachón en mi libro de vida, cuando la biografía de la mayoría de las personas de este mundo se compone en exclusiva de tachones, borrones, rasguños y vueltas atrás. Sentí que no merecía la pena llorar por un nubarrón insensato en mi horizonte, y lloré por el Sol y las estrellas que se dibujaban tras él. Lloré por el Tercer Mundo, por el hambre, la miseria, la pobreza, y no recordé más a esa persona hasta que se secaron mis lágrimas y comprendí que había llorado por todo menos por sus palabras.
Anoche me sorprendí a mí mismo porque, en un momento en el que, como acostumbro, me hubiera puesto delante de todo y ante todo, cogí a la humanidad y la coloqué por delante de todos mis caprichos, y me sentí lleno, y agradecido.