Si nos hubiéramos caído de la pluma de Sófocles, yo hubiera deborado a tus hijos, o tú hubieras matado a mi hermano, o los dos nos habríamos casado con nuestros padres, o seríamos fruto del incesto, o nos asfixiarían los Titanes. Sin embargo, los griegos llevan ahogados en el Egeo demasiado tiempo para narrar nuestras miserias. Esta tragedia la escribimos entre tú y yo, paso a paso, lágrima a lágrima. Entre aquellos cafés con dos terrones de azúcar y tres de amargura, entre calada y calada a tu pulmón negro, entre suspiro y suspiro por ver que el tiempo pasaba. Sí, también para nosotros. Y creció en tu corazón la arruga que acabó por tragarte y en el mío se abrió un agujero del que nunca más regresé. Así se dio paso a la ceniza. A la que queda hoy de mis tardes esperando en tu portal. De la que renacerán algún día tus fantasmas. Y volveremos a empezar porque hay un punto en nuestras vidas en que todo pierde sentido y no nos queda más que rodar y rodar en busca del hilo de oro que nos saque del laberinto. Rasgar las coordenadas del espacio que hay entre los dos. Trazar espirales en la historia. Morir en el intento.
Los Dioses se quedaron sin palabras a la hora de escribir nuestro destino.
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