Llevas tanto tiempo enfermo que ya no te recuerdo sano. Sí creo recordar un tajo brillante en tu cara seria que se asemejaba a una sonrisa. Y creo recordar un mar de picardía al fondo de esas pupilas. El resto ya está muerto. Las horas se empujan unas contra otras y van cayendo por el precipicio, una a una, hasta el fin de mis días en esta ciudad. Me iré y pasarán muchos meses antes de que vuelvas a verme por estas calles, por estas aceras, por estas miserias. Ni siquiera sé si para entonces seguirás viendo, o te habrá hundido en tu ceguera. En esa enfermedad que tiene su principio y su fin en tu propia cabeza, en exceso amueblada. Yo te hubiera ayudado a hacer mudanzas, a tomarte la vida un poquito menos en serio. No voy a mentir y reconozco que fue esa seriedad y esa visión tan profunda de la mentira humana lo que me atrajo de ti, lo que me ató a tu cama. Pero, seamos sinceros, no llego a los veinte años, y no estaré esperando eternamene a que te reposes, revivas y salgas a buscarme entre los trastos de esta ciudad. Me voy lejos y conoceré a muchas personas más con una vida y un pasado de tormentos que contarme, mientras tú te vas encerrando en ese caparazón, rodeándote a ti mismo, muriendo en el centro de tu espiral de lágrimas. Cuando vuelva seré otro, y quizá me halle en el punto en que por mucho que te reinventes ya no puedas sorprenderme, ni aportarme nada. No eres el hilo de oro en el laberinto, ni la brújula en la selva, ni el oasis en el desierto. De todas las lecciones de la enciclopedia del hombre te faltó por aprenderte la entrada de lo prescindible. Nadie es único, nadie merece toda mi atención. Se me agotan los días, no lo hagas por mí, hazlo por ti: despierta ya. O calla para siempre.
sábado, 11 de junio de 2011
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Enclaustramiento y pérdida de oxígeno. Lo demasiado agobia. Necesitamos espacio limpio en la mente también.
ResponderEliminarTu escrito tiene algo trágico.