Siempre mantuviste la preocupación de ser algo vulgar. No te preocupes, que no fuiste un monstruo más, fuiste el peor de todos. Te arrastré en la conciencia tanto tiempo que a veces aún me despierta el tintineo de las cadenas en las noches más frías. En las noches más cálidas, en cambio, me pierdo en mis propias manos y me dejo llevar por tu recuerdo. Hay ciertas horas del día en que pienso sistemáticamente en ti, el resto del tiempo lo invierto en tratar de olvidar el cardenal en mi conciencia, pero pesa. Cuando abandonaste la casa te dejaste el periódico del día y tu perfume. El primero lo tiré, ya sabes que prefiero enterarme de los problemas cuando ya los han resuelto, y el segundo lo guardé con mucho cuidado en el cajón para usarlo poco a poco. Hoy he abierto el cajón y se había evaporado sólo. Supongo que es una señal. Todos los fantasmas de mi presente confabulan, aunque no me quita el sueño, uno se acostumbra a vivir con sus llantos. Hoy es tu santo y aunque no lo celebrabas nunca yo te hubiera hecho un regalo. Me hubiera perdido entre tus manos y acabado en ti, para variar. Las mías van a explotar, dejaron atrás la suavidad por el castigo. Sea como sea, pasará.
¿Recuerdas aquél café amargo que siempre bebías y que yo odiaba? Aún sigo comprándolo.
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