Apago el cigarro en el hielo fundido de su copa en la mesita de noche, por encima de su cabeza dormida en el lado derecho de la cama. Maldita sea, siempre me toca vivir a la izquierda del mundo, murmuro mientras intento salir del laberinto de sábanas sudadas sin despertarle. Tras el juego de preguntas pícaras y respuestas esquivas, de miradas que tocaban mejor que algunas manos, tras negaciones e intentos de mostrar esa dignidad con la que el ser humano sueña pero que ninguno ha visto nunca, al final encontré hueco entre sus piernas. Otro hueco más, de los muchos que salí en medio de la oscuridad, sin dejar notas, ni huellas, sólo un cigarro fumado entre remordimientos y placeres prohibidos, humeando, dibujando en la noche una sincera y sentida despedida amarga que se diluiría en el aire mucho antes de que se despertara, sin volver a saber nada de mí, que la ciudad era lo suficientemente grande para convertirse en el niño de pueblo que visitó todas sus camas sin esperar sentimientos a cambio, ni una muestra de cariño, ni un suspiro de amor. Que lo que sale del corazón sólo puede hacernos daño.
martes, 11 de enero de 2011
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