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Id como una plaga contra el aburrimiento del mundo



miércoles, 19 de enero de 2011

Sobre los límites y colillas humeantes III

Ahí estoy, sentado en la misma mecedora de todos los días, con un cuerpo que no reconozco como el mío, con una mirada cubierta por un velo que me da miedo ver. Observo mi cuerpo y, al menos, puedo descubrir en él que las experiencias que viví ocurrieron ciertamente a pesar de que muchas de ellas ya no las vuelva a recordar, a pesar de que mi memoria, cada vez más coja, haya deformado las pocas que recuerdo. Sé que en algún momento fui un niño de pueblo en esta ciudad que ahora me parece una aldea, ahora que es tan mía como la punta de los dedos que a veces ya no siento porque no me llega la sangre, o como ese hígado que cada vez da más la lata. En el asilo hay más ancianos como yo, que se sientan en otras hamacas a intentar encontrar entre sus canas la sombra de una juventud que se les fue de las manos sin darle tiempo a saborearla, y no quiero creer que soy como ellos, que mis pies tampoco aguantan mi peso, que se me cae la baba y la dignidad mientras miro la vida pasar para otros por la ventana, que me caigo en el hueco de mis arrugas y no puedo salir de ellas y de sus historias de tiempos mejores, que me despierto habiendo mojado la cama, y que sólo puedo llorar. Me he convertido en uno de esos abuelos que increpan a los jóvenes porque tienen el corazón roto de envidia, en todo lo que siempre odié, en todo lo que nunca quise. Ya ni fumar puedo, porque los pulmones insisten en recordarme los años perdidos en camas ajenas y le dan sustos al miocardio. Creía que le tenía miedo a la muerte pero no, le tenía miedo a envejecer. Y aquél niño se ha hecho ahora viejo, y de mi pueblo no me queda ni el recuerdo borroso y placentero con el que uno se va a la tumba para creer, al menos, que está en paz con el mundo, con todos los que abandoné en sus lechos mientras buscaba otros mundos nuevos e inciertos en el humo de mis colillas muertas.

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